Santa Cruz-, El 10 de noviembre no es solo una marca en el almanaque; es un umbral, una memoria que nos convoca a la acción, un nudo en el tiempo que guarda el alma de la patria misma. Los pilares con los que se construye nuestra historia, que siempre se va nutriendo de otras raíces, de otras culturas, pero que en su base relucen fuertemente los elementos que conforman nuestra tradición.
Hoy, contemplamos a la distancia los sucesos de nuestros días, y en ellos observamos quiénes somos y quiénes, en medio de luchas y sueños, aspiramos a ser. Este día es una fecha que nos recuerda a José Hernández, a su Martín Fierro, ese gaucho perseguido que carga con el peso de ser símbolo y canto, de alzar la voz de un país que encuentra su dignidad en la memoria y la rebeldía. En no dejarse doblegar por ningún sistema que se imponga por la fuerza y que intente desconocer la fuerza de la ruralidad.
Porque ser argentino es compartir la ronda del mate, es bailar al compás de algún eco ancestral que retumba en la cadencia del folclore. La tradición, si la sentimos bien hondo, no es solo el acto de recuperar un tiempo pasado; es el fervor con el que inflamamos la memoria en el presente, es la lámpara que portaron nuestros mayores y que nos iluminan aún hoy en el presente y que no debemos permitir jamás que se apague. Ellos, los que labraron la tierra con manos endurecidas y los que soñaron con un suelo libre, nos hablan en cada palabra que no vamos a olvidar y nos enseñan con acciones lo que se puede lograr.
En estos días en que el tiempo parece desbordarse en la vorágine, en que el mundo se empecina en ofrecernos el espejismo de lo inmediato, de lo fácil, de lo global y mediatizado, recordar nuestras raíces es un acto de rebeldía, como la que cuenta el Martín Fierro. Porque la tradición no es una galería de símbolos estáticos, ni de cuentos apacibles; es el pulso vivo de una historia compartida, el manto protector que nos ampara ante un futuro que a veces se desliza tan rápido que amenaza con borrar el trazo de nuestra identidad y hacernos perder en características o horizontes que no nos representan. En cada ronda de mate, en el aroma del asado que reúne a hermanos, en las leyendas contadas bajo un ombú, en el galope de algún caballo cimarrón en nuestras praderas, sentimos la convicción de quienes supieron que el mundo puede cambiar, pero lo que no se negocia es la fibra profunda de lo que se siente, el esfuerzo del trabajo, del compromiso, de la responsabilidad, del respeto que debemos tener a nuestra tierra.
Argentina es, en esencia, un país agrícola-ganadero. Su economía, su cultura, sus paisajes, giraron y siguen girando en torno a la tierra y a quienes la trabajan. Esa vocación rural es la raíz profunda que alimenta a nuestra nación, y no hay rincón del país donde este vínculo no se sienta, desde las pampas hasta la inmensidad de la Patagonia, en Santa Cruz y en cada provincia que se enorgullece de sus campos y su gente.
La economía de Santa Cruz, como la de toda nuestra Argentina, nació en la tierra, en el esfuerzo del trabajador rural, más allá del petróleo, más allá de la minería. Porque el trabajo del campo fue primero en el tiempo, y es primero en la naturaleza de nuestra economía. El campo ha estado siempre al comienzo, al origen de todo proceso productivo, marcando el compás de nuestra historia económica, antes de que la industria levantara sus chimeneas o que el país explotara sus recursos energéticos.
Es una verdad que debemos entender y respetar: sin el trabajo del campo, sin esa actividad primera y fundamental, los demás sectores no pueden desarrollarse. Podemos y debemos avanzar hacia un país industrial, un país con energía y tecnología; pero jamás olvidemos la importancia de quienes trabajan la tierra. Ellos no solo mantienen viva nuestra economía, sino que son guardianes de una identidad nacional que debemos proteger.
Este día es una exigencia y un deber: hacer que nuestra historia palpite en quienes vienen, en los hijos y nietos que también merecen llevar en su corazón el peso y la promesa de sus raíces. Porque un pueblo que se despoja de su tradición es un árbol que se resigna al viento, un río que pierde su cauce, un pueblo que no tiene identidad, que se desdibuja en el firmamento.
Que el Día de la Tradición sea entonces algo más que una efeméride; que sea una proclama, un compromiso profundo y genuino con esa memoria que nos sostiene.